El león y la zorra


Un león, en otro tiempo poderoso,
ya viejo y achacoso,
en vano perseguía hambriento y fiero
al mamón becerrillo y al cordero,
que, trepando por la áspera montaña,
huían libremente de su saña.
Afligido del hambre a par de muerte,
discurrió su remedio de esta suerte:
Hace correr la voz de que se hallaba
enfermo en su palacio y deseaba
ser de los animales visitado.
Acudieron algunos de contado:
mas como el grave mal que le postraba
era un hambre voraz, tan sólo usaba
la receta exquisita
de engullirse al Monsieur de la visita.

Acércase la zorra, de callada,
y a la puerta asomada
atisba muy despacio
la entrada de aquel cóncavo palacio.
El león la divisa, y al momento
le dice: "¡Ven acá;
pues que me siento
en el último instante de mi vida!
Visítame, como otros, mi querida."
"¿Cómo otro? ¡Ah, señor! He conocido
que entraron sí, pero que no han salido.
¡Mirad, mirad la huella,
bien claro lo dice ella!
Y no es bien el entrar do no se sale."
La prudente cautela mucho vale.
EL ÁGUILA Y LOS ANIMALES

Todos los animales cada instante
se quejaban a Júpiter Tonante
de la misma manera
que si fuese un alcalde de montera.
El Dios (y con razón) amostazado,
viéndose importunado,
por dar fin de una vez a la querella,
en lugar de sus rayos y centellas,
de receptor envía desde el cielo
al águila rapante, que de un vuelo
en la tierra juntó a los animales,
y expusieron en suma cosas tales:
pidió el león la astucia del raposo;
éste de aquél lo fuerte y valeroso;
envidia la paloma al gallo fiero;
el gallo a la paloma en lo ligero;
quiere el sabueso patas más felices,
y cuenta como nada sus narices;
el galgo lo contrario solicita;
y en fin (cosa inaudita),
los peces de las ondas ya cansados,
quieren poblar los bosques y los prados;
y las bestias dejando sus lugares,
surcar las olas de los anchos mares.
Después de oírlo todo:
-¿Ves, maldita caterva impertinente,
que entre tanto viviente
de uno y otro elemento,
pues nadie está contento,
no se encuentra feliz ningún destino?
Pues, ¿Para qué envidiar al del vecino?
Con sólo este discurso,
aún el bruto mayor de aquel concurso
se dio por convencido.
De modo que es sabido
que ya sólo se matan los humanos
en envidiar la suerte a sus hermanos.

 

FIN

 

Félix María Samaniego (1745-1801)

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