La impronta de la narración oral

 

por Mayra Navarro (Cuba)


 Con mucha frecuencia doy inicio a mis sesiones de narración con niñas y niños advirtiéndoles que voy a pronunciar las palabras mágicas que hacen que en los cuentos todo sea posible: había una vez…

Aunque esto pueda parecer una simple fórmula tradicional de comienzo, lo cierto es que tales palabras, no siendo verdaderamente mágicas, funcionan como si lo fueran en una suerte de alerta con la cual los sentidos se agudizan, una aparente calma se produce de inmediato y la imaginación se despierta. Entonces empieza el juego; el público y la narradora se interrelacionan en un espacio de libertad psicológica, propiciado por un ambiente informal y franco, en el que cada cual experimenta emociones diversas que llegan desde la revelación de situaciones nuevas o como complemento de sus vivencias, para recrear y enriquecer el conocimiento.

Tal es la eficacia y la fuerza comunicacional del arte de la palabra viva: verbo que cobra vida tomando figura y cuerpo propios, apoyado en las cadencias de la voz por donde transita; en el vigor de los gestos y los desplazamientos por el espacio; en la sugerencia de las pausas y en el puente locuaz que tiende la mirada.

Contar cuentos es una práctica milenaria que ha sido cultivada por todas las culturas. En principio, fue la natural necesidad de fabular para descubrir el mundo y compartir temores, anhelos y quimeras; más tarde, fue la depositaria de las costumbres de los pueblos, para mantener vivas sus tradiciones y educar en ellas a los jóvenes.

En la contemporaneidad, mientras no olvidemos el hecho de que se trata de un arte, la narración de cuentos puede asumir múltiples funciones y cada vez más se integra a la labor de docentes, bibliotecarios, animadores y promotores socioculturales como útil instrumento de la educación por el arte, en la urgencia de alcanzar una comunicación más efectiva por ser afectiva, para contribuir a la formación de individuos más sensibles y creativos.

Entre estas funciones, una de gran importancia es la de servir como impulso inicial para conducir a niñas y niños al encuentro del “misterio de la creación literaria” (Amo, 1964; p.7) desde las edades tempranas, ya que incluso mucho antes de saber leer, gozan de los cuentos contados de viva voz y esto constituye después un incentivo poderoso para la lectura.

Los cuentos escuchados durante la infancia permanecen latentes en la memoria de manera inconsciente; gracias a ellos la palabra hablada, mediante la impresión producida por el despliegue integral de lo expresivo oral, con las modulaciones de la voz y lo gestual, favorecen la apropiación, ampliación y perfeccionamiento del vocabulario y el enriquecimiento del lenguaje.

Durante el acto de contar, el narrador motiva el disfrute artístico y la participación cultural que sientan las bases para la formación de futuros públicos, pues con la grata seducción del relato se va entrenando el gusto de escuchar e imaginar y también, poco a poco, se desarrollan la atención y la concentración, tan necesarias en el proceso de crecimiento humano e intelectual.

Un buen cuento, por simple e ingenuo que pueda parecernos, tiene siempre algún significado o mensaje, aunque en apariencia sólo sea el de provocar la risa con absurdos o disparates, para sacar a flote el sentido del humor, tan poco valorado por muchos y tan necesario para todos. El humor es privativo de los seres humanos y, a mi juicio, es un punto de equilibrio vital, una mirada crítica hacia aspectos que pueden ser superados si tomamos conciencia de ellos y somos capaces de reírnos de nosotros mismos. Divertir debiera ser el primero en la lista de objetivos de los narradores orales, ampliando su significado más allá de lo humorístico, adscribiéndonos al concepto de que divertir es también emocionar, tocar cualquiera de las fibras de los sentimientos, en los cuales, por supuesto, también el reír es expresión legítima de una emoción.

El narrador de cuentos no solamente promueve valores éticos y estéticos a través de los contenidos de sus historias, sino que también puede ser un ejemplo vivo en el contacto directo con su público, ofreciendo a los pequeños patrones de conductas sociales adecuadas en la manera de vestir, de hablar y de conducirse en el entorno que comparten, tanto en el instante mismo de la narración como en los momentos previos y posteriores a la actividad, cuando el trato se hace en ocasiones más íntimo pues niñas y niños se aproximan para saludar o despedirse con un beso, un comentario o una pregunta. Cualquier palabra o gesto de acercamiento puede aprovecharse para dimensionar el alcance de la comunicación vivencial en función de la labor del narrador como promotor sociocultural.

Dada la comprensión cada vez más clara de la importancia de la comunicación en el desarrollo humano y de que la oralidad artística es una vía para reforzarla placenteramente, los espacios de narración de cuentos se han ido nutriendo con otras formas expresivas de la comunicación oral tradicional. Trabalenguas, refranes, adivinanzas, juegos participativos de palabras y con canciones, el relato de anécdotas y la conversación, devienen caudal de información y saberes que sirven de motivación, puentes o enlaces entre los cuentos, para conformar espectáculos más dinámicos y variados, estructurados con toda la riqueza que posibilita lo oral artístico.

Ya para terminar, me gustaría compartir con Uds. el recuerdo de un cuento que le escuché hace algunos años a un narrador colombiano porque considero que guarda relación profunda con estas reflexiones. Es la historia de un tímido profesor de literatura que explicaba a sus alumnos adolescentes La Ilíada, de Homero, relatándoles con pasión los sucesos de la guerra de Troya, pero apenas sin mirarlos, escudado tras las imágenes que desgranaban sus palabras, porque estaba convencido de que “aquello” no interesaba en lo más mínimo a los estudiantes. En cuanto el timbre del receso anunciaba el final de la clase, el maestro recogía torpemente sus libros y salía disparado rumbo al salón de profesores, que quedaba justo en dirección contraria del patio de recreo, hacia donde los muchachones ya corrían en tropel. El narrador concluía diciendo que, lamentablemente, aquel tímido maestro nunca había tomado el camino opuesto, pues de haberlo hecho, hubiera encontrado a sus alumnos jugando al fútbol… pero divididos en griegos y troyanos. He aquí una muestra elocuente de la influencia y el poder de la impronta de la narración oral, para accionar de manera positiva en las conductas del más joven público.

Enviado por su autora, Mayra Navarro, para la Red Internacional de Cuentacauentos.

Prohibida su reproducción, total o parcial, sin permiso de su autora Mayra Navarro.

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